Una islita de apenas 750 kilómetros encajada en medio del Atlántico, en el vértice invertido de un triángulo en el que las otras dos esquinas serían Portugal y las Azores, es desde hace muchos años un paraíso del turismo debido a su clima, a un excepcional paisaje en el que destacan sus bosques y a su montañosa orografía.
Dos parejas amigas de Vigo y Redondela decidimos visitarla durante una semana.
El objetivo de las vacaciones no era otro que desconectar, conocer un lugar que nunca se ha visitado, hacer senderismo y probar su abundante pescado, en el que sobresale la espada preta, una especie que en España y creo que en Portugal es prácticamente desconocida.
Con alrededor de 250.000 habitantes, la isla esta superpoblada y supera con creces la densidad del Portugal peninsular. A mayores, la población se concentra en Funchal y otros enclaves costeros del sur y el este aprovechando las mínimas planicies que permiten las montañas que ocupan la mayor parte de su superficie.
Pese a ello, sin duda por falta de espacio, las casas escalan las pendientes y se acomodan en cualquier lugar donde es posible anclar unos cimientos, a veces en ubicaciones inverosímiles.
Por ello las comunicaciones y la vida en general de los isleños está muy condicionada ya que las cuestas y los precipicios son la norma en unas carreteras estrechas e intrincadas.
La solución que idearon consistió en horadar las montañas para dar un trazado aceptable a las carreteras, de las que hay varios modelos. Las antiguas, colocadas donde se podía hace varias décadas; una segunda hornada con viales más modernos y amplios, aunque sin dobles carriles, y una reciente autovía, en fase de expansión, que ha cambiado sustancialmente las cosas.
Cada una de ellas tiene su propio estilo de túnel: en las primeras poco más que un hueco con el interior sin revestimiento alguno y escasa iluminación, mientras en los viales más recientes los túneles son cada vez más homologables con los de la Unión Europea.
Por todo lo anterior recorrer 30 kilómetros puede costar cerca de una hora o bien hacerse en poco más de un cuarto de hora en función de la carretera que toque utilizar.
Lógicamente, la autovía existente comunica el aeropuerto con Funchal y llega ya a Ribeira Brava, lo que facilita la vida a gran parte de la población que reside en el sur.
Por el contrario, la zona norte disfruta de las peores carreteras aunque es evidente que se van renovando poco a poco.
Nuestra prueba de fuego fue una noche en las inmediaciones de San Vicente, en el norte. Cuando nos dimos cuenta circulábamos por una corredoira donde malamente cabía un coche y separada del precipicio por unas protecciones de obra que no teníamos claro que aguantaran el contacto de un coche llegado el caso.
Para nuestra desgracia en determinado momento nos topamos de frente con una ambulancia seguida de otro turismo, lo que obligó a un ejercicio de equilibrismo. Cerca había un pequeño ensanchamiento y con paciencia y buena voluntad pudimos seguir nuestro camino no sin cierto sofoco. Una de las cosas que más nos llamó la atención, sobre todo por las carreteras del interior, fue la abundancia de agapantos y hortensias en sus márgenes, evidentemente colocados allí, y tutelados después, por la mano del hombre.
En realidad toda la isla, salvo la zona de la Punta de San Lorenzo, era una inmensa selva semitropical en la que destacaban especialmente las llamadas "aves del paraiso", verdadera seña de identidad de Madeira que nos trajimos en bulbos con la esperanza de hacerlas florecer en Galicia.
En ocasiones los agapantos están reforzados por legiones de hortensias, dos plantas que sin duda son del gusto de los maderienses. Aunque no vimos que las guías lo reflejen, este detalle de la flora tiene su equivalencia en la fauna: vayas por donde vayas las lagartijas son onmipresentes y produce una sensación extraña. Es lo que nos ocurrió, por ejemplo, en Cabo Girao.
Mientras contemplábamos el espectáculo del segundo mayor acantilado de Europa, con 580 metros de altura (el primero está las islas Feroe) no pudimos evitar distraernos ante el espectáculo de docenas y docenas de lagartijas dando vueltas por el exterior del mirador.
Las había de todo tipo de tamaños y hasta localizamos una con la cola bífida, pero ignoramos si se debía a una mutación genética o a cualquier otra causa. Nos inclinamos por lo primero, pero el animal escapó antes de que lo imortalizáramos en una fotografía. Por lo que respecta al mirador de Girao, un cartel anuncia que se va a construir otro más moderno que sobresale de las rocas que será transparente, al estilo del existente en el Gran Cañón del Colorado. Esta es una vista desde arriba, que coge la perspectiva de las terrazas cultivadas en una zona de difícil acceso.
Lo que no nos quedó muy claro tras estos ocho días de dar vueltas por la isla es el funcionamiento de su economía. La isla vive del turismo, de la pesca y de la agricultura, fundamentalmente (vino, frutas de todo tipo, maíz), pero para una población tan importante, a la que hay que sumar los miles de turistas no vimos un puerto pesquero en condiciones ni tampoco uno comercial de cierto tamaño, excepción hecha del existente cerca de Caniçal en el que vimos algunos atuneros, como el de la foto, varias gruas y algunos depósitos de combustible.
Suponemos que la vida de unas 300.000 personas en una isla donde se produce tan poco y con escasa industria exige la llegada de numerosas mercancías…
En cualquier caso, aunque nos preguntamos dónde arribaban los pesqueros que nos hicieron probar nuevas y estupendas especies, los mercados y las tiendas estaban perfectamente abastecidos y no faltaba de nada, como en el tradicional Mercado de los Labradores en Funchal, en la foto: un sitio realmente estupendo.