sábado, 3 de octubre de 2009

(7) Aves del paraíso, lagartijas, agapantos y mucho más

Una islita de apenas 750 kilómetros encajada en medio del Atlántico, en el vértice invertido de un triángulo en el que las otras dos esquinas serían Portugal y las Azores, es desde hace muchos años un paraíso del turismo debido a su clima, a un excepcional paisaje en el que destacan sus bosques y a su montañosa orografía.
Dos parejas amigas de Vigo y Redondela decidimos visitarla durante una semana.
El objetivo de las vacaciones no era otro que desconectar, conocer un lugar que nunca se ha visitado, hacer senderismo y probar su abundante pescado, en el que sobresale la espada preta, una especie que en España y creo que en Portugal es prácticamente desconocida.
Con alrededor de 250.000 habitantes, la isla esta superpoblada y supera con creces la densidad del Portugal peninsular. A mayores, la población se concentra en Funchal y otros enclaves costeros del sur y el este aprovechando las mínimas planicies que permiten las montañas que ocupan la mayor parte de su superficie.
Pese a ello, sin duda por falta de espacio, las casas escalan las pendientes y se acomodan en cualquier lugar donde es posible anclar unos cimientos, a veces en ubicaciones inverosímiles.
Por ello las comunicaciones y la vida en general de los isleños está muy condicionada ya que las cuestas y los precipicios son la norma en unas carreteras estrechas e intrincadas.
La solución que idearon consistió en horadar las montañas para dar un trazado aceptable a las carreteras, de las que hay varios modelos. Las antiguas, colocadas donde se podía hace varias décadas; una segunda hornada con viales más modernos y amplios, aunque sin dobles carriles, y una reciente autovía, en fase de expansión, que ha cambiado sustancialmente las cosas.
Cada una de ellas tiene su propio estilo de túnel: en las primeras poco más que un hueco con el interior sin revestimiento alguno y escasa iluminación, mientras en los viales más recientes los túneles son cada vez más homologables con los de la Unión Europea.
Por todo lo anterior recorrer 30 kilómetros puede costar cerca de una hora o bien hacerse en poco más de un cuarto de hora en función de la carretera que toque utilizar.
Lógicamente, la autovía existente comunica el aeropuerto con Funchal y llega ya a Ribeira Brava, lo que facilita la vida a gran parte de la población que reside en el sur.
Por el contrario, la zona norte disfruta de las peores carreteras aunque es evidente que se van renovando poco a poco.
Nuestra prueba de fuego fue una noche en las inmediaciones de San Vicente, en el norte. Cuando nos dimos cuenta circulábamos por una corredoira donde malamente cabía un coche y separada del precipicio por unas protecciones de obra que no teníamos claro que aguantaran el contacto de un coche llegado el caso.
Para nuestra desgracia en determinado momento nos topamos de frente con una ambulancia seguida de otro turismo, lo que obligó a un ejercicio de equilibrismo. Cerca había un pequeño ensanchamiento y con paciencia y buena voluntad pudimos seguir nuestro camino no sin cierto sofoco. Una de las cosas que más nos llamó la atención, sobre todo por las carreteras del interior, fue la abundancia de agapantos y hortensias en sus márgenes, evidentemente colocados allí, y tutelados después, por la mano del hombre.
En realidad toda la isla, salvo la zona de la Punta de San Lorenzo, era una inmensa selva semitropical en la que destacaban especialmente las llamadas "aves del paraiso", verdadera seña de identidad de Madeira que nos trajimos en bulbos con la esperanza de hacerlas florecer en Galicia.
En ocasiones los agapantos están reforzados por legiones de hortensias, dos plantas que sin duda son del gusto de los maderienses. Aunque no vimos que las guías lo reflejen, este detalle de la flora tiene su equivalencia en la fauna: vayas por donde vayas las lagartijas son onmipresentes y produce una sensación extraña. Es lo que nos ocurrió, por ejemplo, en Cabo Girao.
Mientras contemplábamos el espectáculo del segundo mayor acantilado de Europa, con 580 metros de altura (el primero está las islas Feroe) no pudimos evitar distraernos ante el espectáculo de docenas y docenas de lagartijas dando vueltas por el exterior del mirador.
Las había de todo tipo de tamaños y hasta localizamos una con la cola bífida, pero ignoramos si se debía a una mutación genética o a cualquier otra causa. Nos inclinamos por lo primero, pero el animal escapó antes de que lo imortalizáramos en una fotografía. Por lo que respecta al mirador de Girao, un cartel anuncia que se va a construir otro más moderno que sobresale de las rocas que será transparente, al estilo del existente en el Gran Cañón del Colorado. Esta es una vista desde arriba, que coge la perspectiva de las terrazas cultivadas en una zona de difícil acceso.
Lo que no nos quedó muy claro tras estos ocho días de dar vueltas por la isla es el funcionamiento de su economía. La isla vive del turismo, de la pesca y de la agricultura, fundamentalmente (vino, frutas de todo tipo, maíz), pero para una población tan importante, a la que hay que sumar los miles de turistas no vimos un puerto pesquero en condiciones ni tampoco uno comercial de cierto tamaño, excepción hecha del existente cerca de Caniçal en el que vimos algunos atuneros, como el de la foto, varias gruas y algunos depósitos de combustible.
Suponemos que la vida de unas 300.000 personas en una isla donde se produce tan poco y con escasa industria exige la llegada de numerosas mercancías
En cualquier caso, aunque nos preguntamos dónde arribaban los pesqueros que nos hicieron probar nuevas y estupendas especies, los mercados y las tiendas estaban perfectamente abastecidos y no faltaba de nada, como en el tradicional Mercado de los Labradores en Funchal, en la foto: un sitio realmente estupendo.

viernes, 2 de octubre de 2009

(6) Del pico Areeiro al pico Ruivo, algo más que un “abrupto” camino

Hay que tener cuidado con los adjetivos que utilizan las guías de viaje. Al día siguiente de llegar, y antes de conocer otra cosa de la isla que Funchal, optamos por una excursión a patita: el paseo entre el pico Areeiro y el Ruivo, las dos montañas más altas de la isla (1.810 y 1.862 metros, respectivamente).

No es una ruta larga, unos siete kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, pero es sencillamente dura. El momento más difícil llega a la hora de rodear el pico das Torres, donde nuestra guía se cubre de gloria al calificar este ascenso de “abrupto”. Sin la menor duda es una subida tremebunda. No es la única incongruencia pues atribuye la mayor dificultad a la subida final de medio kilómetro en el Ruivo, y esa no fue nuestra impresión.
Bueno, lo cierto es que elegimos empezar por el centro de la isla ante la posibilidad de disfrutar de las vistas que se anunciaban. Sin embargo, salimos de Funchal con un día clarísimo y caluroso y nada más ascender aparecieron las nubes.
En muy poco tiempo, unos minutos solamente, pasamos del nivel del mar a los 1.800 metros indicados entreteniéndonos en comprobar como el termómetro del coche bajaba más de diez grados.
En el Areeiro hacía casi frío y nos pertrechamos para la caminata sin tener en cuenta que tardaríamos poco en estar empapados de sudor.

El camino como tal es espléndido con paisajes del macizo central y también declives acentuados del terreno. La visibilidad al principio era limitada pero nos pusimos en camino de inmediato, preguntándonos si sería verdad lo de emplear cinco horas y media en recorrer los 14 kilómetros de ida y vuelta. Por si alguien repite le advertimos que puede ser algo menos, pero no mucho.
A lo largo de la ruta sucedió un fenómeno curioso: las nubes cubrían una zona de la isla, pero en la otra lucía el sol.
Por tanto, según dábamos vueltas disfrutábamos del paisaje o bien una vista limitada entre la niebla. Lo complicado del paseo es que te pasas el rato subiendo y bajando. Casi todo son pendientes y las piernas sufren lo suyo. La mayoría de las veces con escalones de alturas variables, por lo que ni siquiera puedes cogerles el tranquillo. Juanma amagó con contarlos, pero no se atrevió; con seguridad eran bastantes miles.
La clave de esta excursión aparece cuando tras recorrer más de la mitad del trayecto el camino se bifurca. Elegimos la opción larga para la ida reservando la otra para el regreso, cuando estaríamos más cansados. Fue una apuesta y hay quien piensa que la perdimos.
Los dos caminos son interesantes, pero el corto comparado como el otro es como pasear por una playa o subir el Galiñeiro.
Por lo que respecta a la ruta el desarrollo fue el de siempre, aunque fue preciso hacer muchas paradas. Más de una vez estuvimos tentados de regresar, pero claro, no era el caso. En los días siguientes la tuvimos presente en todo momento: los gemelos y los cuádriceps no pararon de cantar, y costaba un poco sentarse o levantarse.
Aún así, la experiencia y el entorno merecieron mucho la pena, hasta coronar el Ruivo.
Al regreso se nos enrolló un paisano en el Areeiro que hablaba un castellano de sudamérica con acento portugués. Era un inmigrante de Madeira que llevaba desde los quince años en la ciudad venezolana de Valencia. Se fue tan joven para evitar hacer la mili en las antiguas colonias africanas de Portugal, donde se libraba la guerra por la independencia. Al llegar a los 18 años la dictadura ya no les dejaba salir, por lo que escapaban antes. De once hermanos diez hicieron lo mismo y siguen viviendo allí.
El hombre dijo dedicarse a los hoteles y parece que le iba bien. Tanto, que nos relató la odisea de su familia. En menos de un año secuestraron a una sobrina y a la madre de la niña por el sistema del secuestro-express para obtener un rescate no elevadísimo pero rápido. “Allí no puedes hacer ostentación de tu riqueza pues corres un gran riesgo. Tampoco tener mucho dinero en el banco, pues los delicuentes terminan enterándose. Mi sistema es venir de vez en cuando a Madeira con dinero y guardarlo aquí”. Eso sí, ni se plantea el regreso definitivo pues tiene allí a toda su familia y sus hijos gestionan ahora los hoteles, “que son un negocio mucho más rentable que en Portugal”.

jueves, 1 de octubre de 2009

(5) La enorme vaguada de Curral das Freiras

Es uno de los sitios con más historia de la isla y prometía, como así fue, un lugar interesante para una andaina. Aparte de por lo impresionante del paisaje, es conocido por ser el lugar de refugio de las monjas de Santa Clara, el convento del que ya hablamos en Funchal. En castellano el topónimo significa Establo de las Monjas y alude a la escapada que hicieron en 1566 atemorizadas por los frecuentes ataques de los piratas. Llegaron a este solitario valle en forma de caldera, un lugar alejado que dejó de serlo tanto en 1959, cuando se construyó la primera carretera, y en 1962, con la llegada de la electricidad.
Por las fotos y las guías nos preocupaba un poco la caminata ya que el descenso parece de aupa. Para empezar fuimos al mirador de Eira do Serrado, un centro de visitantes desde el que se contempla el valle, y antes de nada subimos al mirador, un puesto vigía colgado casi sobre el abismo. Una vez realizada la visita del turista convencional nos pusimos en camino. Estamos a 1.100 metros sobre el nivel del mar en este punto y se descienden del orden de 600 metros en unos pocos kilómetros.
Debido a esta diferencia el camino es una pura cuesta abajo, en parte sobre un camino empedrado y bajo bosques de castaños.
Preparados para el descenso, cada vez que el bosque desaparecía disfrutamos del paisaje y de nuevo al camino. A diferencia de lo que nos ocurrió con los picos Areeiro y Ruivo, creíamos que iba a ser más duro de lo que fue, aunque tampoco es darse una vuelta por Príncipe. En la siguiente foto se aprecia el desnivel que salvamos en poco tiempo.
En una hora estábamos en la parte baja de la depresión y luego queda un paseíto de quince o veinte minutos hasta el pueblo.
La sorpresa en el Curral das Freiras es que no hay ningún convento, ni propiedad ni recuerdo alguno de las monjas, salvo el reclamo para los turistas.
El pueblo, como la mayoría de Madeira, es agradable, todo parece muy nuevo, pero sin mayor historia. Dimos una vuelta, recorrimos la iglesia y el cementerio, y tras un tentempié, iniciamos la subida. En esta foto se vuelve a apreciar el desnivel.
En el bar donde hicimos la parada de rigor tenían todo tipo de productos derivados de la castaña, incluido un licor que declinamos probar. Sin embargo, disfrutamos con unas castañas asadas muy ricas y un bizcocho hecho también con castañas. A la pregunta de cómo se las apañan para pelar tan bien unas castañas tan pequeñas nos dieron una toda una lección: “Con paciencia” fue la sabia respuesta de la camarera.
Justo antes de iniciar el ascenso, hicimos esta foto automática.
El regreso cuesta arriba tuvo la pega habitual en estos casos, aunque superamos la prueba con buena nota y con una sudada proporcional al esfuerzo.Empleando más o menos el mismo tiempo de la bajada estábamos otra vez en el mirador saciados del maravilloso paisaje de la isla.
Como era previsible, en el descenso encontramos alguna gente que nos hacía compañía, pero a la hora de subir éramos los únicos.

Esta es la foto de la llegada, también automática. Un poco cansados, sudados, pero contentos al fin y al cabo. Todavía nos quedó tiempo para visitar durante varias horas el Jardin Tropical Monte Palace.
Un poco antes de empezar a subir encontramos este galpón, muy "galician style", que no requiere mayor explicación: