miércoles, 30 de septiembre de 2009

(4) La punta de San Lorenzo, un lugar especial

La punta de San Lorenzo, en el extremo oriental de la isla, es diferente al resto de Madeira. Se trata de un esquinazo que rompe hacie el este, un peñasco de nueve kilómetros sin vegetación alguna que se introduce en el mar como una lanza y que tiene unos islotes que lo prolongan hasta no se sabe donde. Desde tierra es imposible verlo ya que estos imponentes montículos se tapan unos a otros.
Como está mandado, existe un sendero peatonal que te lleva muy adelante y que es casi visita obligada por lo que nosotros también tuvimos claro desde el principio que sería uno de nuestros destinos durante esta semana de vacaciones.
En lugar de aparcar el coche donde todo el mundo lo dejamos un poco más atrás, junto a Prahiña, para alargar el camino, al parecer la única playa con arena (eso sí, oscura) de la isla, donde nos conjuramos para darnos un baño a la vuelta si era posible, que no lo fue.
Era un día variable, a ratos sol y otros cubiertos de nubes, aunque las perspectivas no eran muy alentadoras. Así lo pensábamos y así ocurrió. No llevábamos cinco minutos andando cuando cayó un aguacero que duró lo justo para obligarnos a cubrirnos. Al poco cesó, al rato volvió y así todo el día. Si llega a iniciarse este vaivén antes de empezar lo mismo nos lo pensamos, pero una vez en marcha….
En estas condiciones atravesamos una ciudad de vacaciones en proceso de construcción, lo que modernamente se llama un "resort". Existe ya una marina completamente llena de barcos de recreo, la mayor que vimos en estos días, y algunos edificios de apartamentos a su alrededor. Sin embargo, en una segunda línea se estaban construyendo docenas de inmuebles en lo que será algún día un gran complejo que incluye hasta una aparente iglesia. En función de lo que iba más avanzado y por las vallas de publicidad en su momento será un sitio muy agradable para ese tipo de vacaciones. En cualquier caso, lo poco que estaba terminado nos vino muy bien unas horas después, como luego contaremos.
Pasado este punto llegamos al lugar donde los coches no pueden seguir, una gran rotonda para estacionar en la que había muchos vehículos. Todo el mundo llega hasta aquí para empezar el paseo y en estos momentos nosotros ya estábamos curtidos por el agua y admirados del paisaje que llevábamos un rato contemplando.
Al comienzo hay un trozo con una pasarela de madera, muy cómoda si no fuera por que estaba llena de barro de los paseantes. Con la lluvia todo el camino estaba embarrado, hasta el punto de que el calzado pesaba bastante más y provocaba contínuos resbalones. Ese fue el mayor calvario del día, por encima incluso de la lluvia y el viento, que también.
Todo el rato teníamos que ir buscando donde poner los pies y alguno fue todo el rato por una media ladera buscando zonas no holladas y llenas de hierbajos a fin de no resbalar. Poco a poco seguimos avanzando difrutando lo que podíamos de las vistas, esto es, siempre que podíamos levantar la mirada del suelo. Realmente lo del barro hubo momentos que llegó a agobiarnos.
En el camino había mucha gente pero son unos cuantos kilómetros y no padecimos apreturas. Hay también mucha subida y bajada, pero con el trinomio lluvia-viento-barro no fue lo que más nos incordió aunque algunos lo pasaron también un poco mál a causa del vértigo de los precipicios.
A mitad del recorrido existe un pequeño desvío para ver el lado norte de la isla y contemplar como el acantilado rocoso llega hasta el mar con llamativos colores y unos farallones que emergen del agua. Una verdadera maravilla.
Seguimos andando y andando, en ocasiones por sitios también protegidos por barandillas, aunque el riesgo no era ni mucho menos el de otros paseos ya contados. Poco a poco nos aproximamos al final y allí con asombro descubrimos una casa en obras rodeada de palmeras y varios operarios a la faena.
Juanma quedó sorprendido y se preguntó como llevarían hasta allí los materiales, hasta que uno de los obreros le aclaró que por mar y luego con una especie de quad con un depósito lo subían hasta el tajo. Al parecer van a ser las oficinas del parque natural.
En este punto se encuentra el final oficial de la ruta, donde un cartel te advierte que si subes la montañita es bajo tu responsabilidad. Lo cierto es que desde arriba se contempla una vista todavía más llamativa y puedes cruzar por un estrecho pasadizo a otro peñasco-mirador. Desde allí alguno todavía bajaba para seguir otro rato, pero decidimos que no había motivos para tanto riesgo.
A la vuelta las tornas cambiaron, o eso creíamos. Salió el sol, nos destapamos al máximo y nos secamos totalmente, lo mismo que el barro del suelo, lo que hacía el camino mucho mas agradable. Así un buen rato hasta que volvieron las inclemencias climatológicas. Empezó a llover fuerte, muy fuerte, con un viento tremendo, y ahí ya no hubo manera de evitar el caladón.En la foto se nos ve totalmente mojados pero cuando había pasado lo peor.
Se cubrió todo, desapareció el paisaje y en este plan llegamos al final. Después le tocó el turno a la carretera y en esas condiciones alcanzamos la antes mencionada ciudad de vacaciones, Quinta de Lorde , cuyo enlace incluímos por si alguien tiene interés en comprarse una villita en la zona. Éso sí, vientecillo asegurado.
Para entonces teníamos ganas de ir al baño y, sobre todo, de sentarnos a tomar una sopa y calentarnos. Debatimos si bajar a la marina o seguir hasta el coche, y aunque con dudas optamos por lo primero. Éramos conscientes de que que ofrecíamos un aspecto como para rechazarnos, empapados, llenos de barro, en fin, lo imaginable. De hecho, en el primer restaurante amablemente nos dijeron que estaban cerrados (eran casi las cinco de la tarde) aunque ni siquiera nos atrevimos a pisar sus aparentes alfombras con nuestras botas llenos de barro. Para sacarnos de dudas nos remitieron a una especie de pequeño bar próximo donde daban algo de comida.
Tuvimos la suerte de que nos ofrecieron una sopa calentita reparadora y el inevitable (y maravilloso) "bolo do caco", un pan lleno de ajo calentito que es el entrante en todos los restaurantes y que a nosotros nos parecía un manjar. Seguimos hasta el coche más animados y enfilamos directos hacia el hotel. La ducha y un cambio de ropa eran nuestras principales necesidades en ese momento, aunque todos estábamos de acuerdo en que habíamos pasado un día de primera.
Señalar también que antes del paseo estuvimos en Machico, una ciudad agradable, pero no mucho más, y después en Canical con la idea de visitar el museo de la ballena, pero estaba cerrado hasta noviembre por obras. Una pena porque Machico fue un importante puerto ballenero y teníamos interés en conocer como funcionaba la pesca de estos cetáceos hoy ya casi prohibida, salvo excepciones como la de Japón.

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